La falta de reflejos del Estado para reaccionar con oportunidad, y no solo cuando el incendio social ya empezó, es la expresión más clamorosa de su precariedad, y una de las causas más importantes de la pérdida de legitimidad del sistema político peruano. No se pueden justificar la violencia y el desborde como instrumentos para la reivindicación social. Es claro, por ello, que la autoridad siempre debe estar preparada para actuar, dentro de la ley, ante hechos inaceptables como el bloqueo de carreteras o el secuestro de policías. Pero esto se debe realizar con inteligencia -antes y durante el fenómeno- pues tampoco se trata de sacar el arma en cada conflicto, como sugieren los que quieren "llenarse de razones" con el fin de justificar su uso. Más bien, el Gobierno debería identificar el origen del 'Moqueguazo' sin recurrir al atajo de encontrar todas las explicaciones fuera de su ámbito, que es lo que han hecho en estos días desde rey a paje. Debería evaluar si su parsimonia para adelantarse a la solución de conflictos sociales como el de Moquegua no ha sido un factor clave en el incendio que luego él mismo debió apagar. Este conflicto no surgió anteayer. Está en la gaveta de entrada del Ejecutivo desde hace por lo menos un año, sin que los sectores relevantes -el Ministerio de Energía y Minas y el MEF- lo resolvieran. Y mientras crecía, y estaba a punto de estallar, el Ministerio del Interior seguía en la luna de Paita, y la 'unidad de prevención de conflictos' de la PCM, inactiva, sin advertir las alertas que sobre el tema emitían la Dirección Nacional de Inteligencia o la Defensoría del Pueblo. Es positivo el acuerdo de ayer con las autoridades de Moquegua, pero es negativa la manera como se logró. Proyecta la señal de que, sin desborde, no hay solución, algo que deben haber anotado los actores de los más de cien conflictos sociales latentes en el país. ¿Las autoridades de Moquegua se habrían sentado en la oficina del premier para lograr lo que consiguieron sin haber tomado el puente Montalva? Un año de espera les dice que no, y ahí radica el problema central de lo resuelto. El presidente Alan García dice que se le está acabando la paciencia ante estos disturbios. Pero mejor sería que dirija su impaciencia a su propio equipo antes de que se le incendie la pradera.