miércoles, 10 de octubre de 2007
César Hildebrant en el Moqueguano
Prensa para prensar
Durante el tiempo que viví en España, lo más sorprendente resultaba para mí que la prensa escrita española discutía de ideas y que los políticos españoles discutían sobre ideas –a pesar de los enconos visibles que algunos se tenían– y que hasta en los cafés el asunto era hablar de ciertas ideas sobre la marcha de las cosas, el rumbo que debía tomar Europa, el destino de España tras su renuncia a ser un centro de poder ajeno a Bruselas, la subordinación excesiva –inclusive de los socialistas– a la política exterior de los Estados Unidos norteamericanos.
Y no sólo ideas de postín sino también ideas pendencieramente del corazón: si Maribel Verdú tenía que esforzarse mucho para ser la zorra que componía con su actuación, si la Pantoja era o no era, si el tal Gil moriría de apoplejía (como murió en efecto) o si los editores de Hola eran idiotas de diploma o de nacimiento.
Yo venía del Perú y del odio cainita, de los pistoleros de la prensa que habían pasado del vargallosismo reformista al golpismo chavetero de Fujimori, del callejón de las siete puñalas venía –ese callejón al que tanto había contribuido La República de Mohme papá y sus graciosos dibujantes por encargo y (hoy) por comprobante, esa República que había creado la leyenda de un Fujimori salvador y buena gente, esa República que era el equivalente moral del Guillermo Thorndike de Pájina Libre y del que más tarde sería guardaespaldas de los Winter–, yo venía de todo eso, estaba diciendo, y resulta que, de pronto, me sentí como un salvaje caminando por la Quinta Avenida del periodismo, un sudaca pintarrajeado para la lucha cuerpo a cuerpo y que estaba leyendo a los corresponsales de La Vanguardia en Nueva York, o a los de El País en Trípoli, o a los del ABC en el París afecto todavía a la grandeza de los viejos tiempos.
Qué notable cambio. La prensa española estaba hecha para gente que debía de leer sin murmurar y que podía pensar sin extenuarse y que podía vivir sin desayunar mierda en papel finlandés cada mañana.
Yo sigo leyendo la prensa internacional que el poco tiempo de mis asuntos me permite. Junto con leer libros, es el mejor de mis vicios y el más querido de mis defectos. ¿Qué haría sin prensa internacional y sin libros? No tengo dudas: me moriría de indigencia mental, de anemia informativa, de septicemia fujimórica, de marthachavismo prostático, de raffismo en metástasis, de alanismo larvado bajo las uñas de los pies. Me moriría, en suma, de 50 céntimos y mercurio cromo.
Porque la prensa peruana, por lo general, sirve para prensar gente, matar a domicilio, defender al que paga, ensuciar al que no se rinde. La prensa peruana es hoy el sicariato impreso más hipócrita de América Latina.
Lo acaba de demostrar el episodio de la violada en una orgía, la Fanny Hill en el convento, la lozana andaluza sin Francisco Delicado pero con Velásquez Quesquén, (a) “Teníanos”, la pirómana que denunció a las llamas, la dulce ebria amenazada por una botella en plena batalla de calzones.
Al gobierno le conviene que no se hable mucho del ministro Alva Castro: el que se robó los ahorros de la clase media hace 22 años y ahora permite que roben en el ministerio que García le ha dado en pago de no se sabe qué. Entonces usa a un patidifuso, a un upepo empollado en la basura, y lanza la historia de la violadita. La mayoría de la gente, por supuesto, no se traga la historia. Pero para eso está la prensa y su instinto de chacal a destajo.
Y cuando la cosa se desmorona porque es una orgía de pelotudeces, entonces sale el upepo que jamás sufrirá de jaquecas en el programa de la señora que jamás sufrirá de desempleo –la que trabaja para el israelí renacido en Boca Ratón, ya hablaremos de eso– y entrevista y edita a la violadita y le hace decir cositas que sólo ellos entienden pero que sirven para el farfullo y para los titulares de La Razón, el diario que la colonia judía también debería amonestar porque no sólo desacredita al periodismo sino que permite dudar sobre la identidad judía de Marx o Einstein (¿cómo pudieron ser descendientes de Moisés si los Wolfenson reclaman lo mismo, dígame usted?).
En todas partes hay barrios bajos y malandrines. Pero en el Perú los barrios bajos son los topónimos de la prensa y los malandrines son los que dictan el menú noticioso. Con lo que la prensa se convierte en un parte de la comisaría de Monserrate en día feriado, en el diario de un zoofílico y en la novela interminable que sólo podría ser auspiciada por Sedapal/ Sección Desagües.
El empobrecimiento de la prensa peruana es algo que no se enseña en las patéticas facultades de periodismo del Perú. Claro, como dice Lévano, qué pueden decir de verdadero en esos lugares si quienes enseñan, por lo general, son los que jamás aprendieron que el periodismo es también una manera de decir no.
Y la prensa peruana le dice –casi toda– sí señor al upepo, sí a los majaces, sí a la vaina. Y la chanfainita que sirve anemiza y pone triste. ¿Qué democracia saldrá de leer El Trome, escuchar miserias, memorizar estupideces, saber de la última argentina beneficiada en una pizzería? ¿Cómo se recordará este periodo de la prensa peruana? ¿Se recordará alguna vez? ¿Y no sabrá Alan García que cada día se parece más no al Haya ventrudo y genial de los sesenta sino al Odría pragmático de los 50? ¿Y no podrá decirle alguien que agitando lo de Chávez a través de sus mozos del trazo lo único que logra es la sonrisa ingrata del segundo secretario de la embajada norteamericana? ¿No sabe que los gringos no respetan a la servidumbre?
Publicado por César Hildebrant diario la Primera 09-10.07
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