martes, 13 de noviembre de 2007

César Hildebrant en el Moqueguano

Adiós, maestro
Hace muchos años supe de Norman Mailer y decidí empezar por el comienzo. Así que me puse a leer “Los desnudos y los muertos”, su primera novela.
Quedé impresionado. Pocos libros me han esclavizado tanto. Pocas prosas me han parecido tan impecables. Pocas historias me han cogido de un modo tan imperativo del cuello. Y esto que no era un libro fácil: se trataba de un elefante impreso en puntaje 8 y con 816 páginas en la tacaña edición de “Edhasa”.
Y, sin embargo, no tenía pausas ni admitía descansos. Si las obras maestras existen, me dije, esta es una de ellas. Y lo extraordinario no era sólo su brillantez sino su hondura, la complejidad de sus personajes, el hilado genial de la trama. Recuerdo que había una larga escena –y digo escena a propósito: Mailer, al igual que Conrad, te hacía visual la historia con un par de brochazos– en la que unos soldados trasladan a un compañero malherido mientras la batalla continúa. Es uno de esos momentos cumbres de la literatura universal: uno desea que termine porque es una tortura asistir a tanta pesadilla y uno teme, al mismo tiempo, que esa manera de escribir y esa intensidad para contar se acaben dentro de cincuenta o sesenta páginas.
Pero no, Mailer no pierde el ritmo endemoniado. Porque después de aquella camilla ensangrentada que viaja hacia el hospital de campaña y que lleva a un herido que, en cualquier momento, y debido a los morteros japoneses, puede estar menos herido que los compañeros que arriesgan el pellejo por él, vienen ríos de acción que te hacen lanzar exclamaciones, sentir alivio, maldecir al general Cummings.
Ese libro formidable que hubiese bastado para conquistar la posteridad fue escrito por Mailer a la edad de 25 años. Y tiene algo de autobiográfico porque Mailer participó en la segunda guerra mundial en el frente del Pacífico. Es que hubiera sido imposible, sin haber estado allí, describir con la precisión de Mailer el infierno de la guerra, la hediondez de la jungla bombardeada, la estupidez de los jefazos mandando al sacrificio a miles de soldados.
Si Mailer hubiese muerto en 1948, el año en que se publicó “Los desnudos y los muertos”, seguiría siendo un prodigio de novelista y un plusmarquista de la precocidad literaria.
Pero si eso hubiese sucedido nos habríamos perdido sus seis matrimonios, sus nueve hijos, sus borracheras épicas en bares bravos y sus peleas de boxeador frustrado, como a veces se hacía llamar.
Nos habríamos perdido también algunas crónicas incomparables (“Los ejércitos de la noche” sobre la oposición a la guerra en Vietnam, por ejemplo), unas cuantas crueldades que hicieron época (el ensayo que le propinó casi exclusivamente a Kate Millet, la feminista extrema obsesionada con aquello de la envidia del pene, y cuyo título fue “Prisionero del sexo”) y unos pocos libros que acrecentarían su dilapidada fortuna: “La canción del verdugo”, “Los tipos duros no bailan”, “El fantasma de Harlot”, “Noches de la antigüedad”, entre otros.
Y nos habríamos perdido, de igual modo, la afluencia de Mailer al río cansado del periodismo. Porque Mailer fue también, junto a Tom Wolfe y Truman Capote, lo mejor que le sucedió al periodismo norteamericano desde los años 50. De hecho, lo escrito por Mailer en “The Village Voice”, el semanario neoyorquino que ayudó a fundar, es capítulo imprescindible de cualquier antología de la gran prensa estadunidense. Y el ensayo sobre Muhamad Alí o la investigación biográfica en torno a Marilyn Monroe quedarán como huella imborrable de este tornado de vitalidad que fue Mailer.
En todos estos años de éxitos editoriales clamorosos, de anticipos millonarios de las editoriales por sus libros, de ocurrencias estrambóticas como la de postular a la alcaldía de Nueva York para obtener su conversión en Estado, en todos estos años, digo, Mailer, sospecho, quizás haya tenido sólo una tristeza: la de no poder (o no querer) volver a escribir la prosa casi inverosímil de “Los desnudos y los muertos”. Lo mismo debe de haberle pasado a García Márquez con “Cien años de soledad”. Es, en todo caso, una maldición que sólo los genios pueden permitirse.
A partir de la lectura de su primera novela, Mailer sería una de mis adicciones más gratificantes. Me da lástima que muchos alumnos de periodismo crean que este enorme escritor acabado de morir era el viejito al que la prensa anancefálica recordaba sólo como el hombre que acuchilló una vez a su tercera mujer. Adiós, maestro.
Publicado en el diario La Primera: 13-11-07

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