lunes, 5 de noviembre de 2007

César Hildebrant en el Moqueguano

Peruanos que pueden ser odiosos

Hace unos días, un canal de TV en Chile grabó con varias cámaras lo peor de los peruanos, lo juntó con esfuerzo, lo editó con destreza y lo propaló con el rancio odio que los chilenos sinceros suelen sentir por sus vecinos –la Argentina que los aplasta contra la cordillera, el Perú que les impide hacerse con Cuajone y anexos, la Bolivia impura que es un obstáculo para el gas de Tarija y la balcanización de la llamada Nación Camba, al sur de ese país mutilado–.

Es decir, que si los chilenos le pudieran declarar la guerra al océano Pacífico para que retrocediera varias centenas de kilómetros y les abriera el tesoro de más chuquicamatas, pues lo harían. Y como no lo pueden hacer, pues se gastan mil doscientos millones de dólares anuales en comprar armas ofensivas –con algunas de las cuales acaban de crear las nuevas y poderosas divisiones tácticas Iquique y Arica, donde operarán los super blindados Leopard–.

Dicho esto, vayamos a lo nuestro. Que los chilenos nos odien no significa que los peruanos de la diáspora no produzcan, a veces, un rechazo violento que tiene que ver más con los hábitos, la cultura y el civismo que con el color de la piel o el cantito del dejo.

Muchos peruanos de la diáspora hablan cada vez que pueden del racismo –y la prensa incondicional les hace eco– pero yo los he visto –y padecido– haciéndose insoportables en Madrid. Los he visto, para mi vergüenza, haciendo del parque del Retiro un basural, un tecnocumbiódromo a todo volumen, un urinario salvaje, un guáter bajo la luz del atardecer de un domingo con poca vigilancia. Y los he visto en la prensa, retratados por la policía, después de asaltar en Barcelona, poner un locutorio clandestino en Madrid, conducir ebrios y sin licencia en Andalucía, entrar a saco en algún Corte Inglés.

Y en demasiadas ocasiones no es el racismo el que los mira con su ojo de legaña purulenta: es el espanto de gente civilizada que los ve arrojando un envase de lo que sea desde un tren de cercanías, haciendo una fiesta de estruendo en el piso que subarrendaron fuera de la ley, peleándose, como si fueran navajeros de la peor España negra, a la salida de un bautizo que obligó a los vecinos a quejarse donde la Guardia Civil.

La indignación de los chilenos que se expresaban en aquel documental no parecía memoriosa ni histórica sino de lo más anecdótica y actualísima: los peruanos –se quejaban– habían cambiado radicalmente el modo de vivir de ese vecindario. Y lo primero que habían hecho era salir en pandilla y matar todo rastro de silencio, porque el silencio es el mayor enemigo del peruano común: borracheras a gritos, fiestas sin consideración por el de al lado. Y todo esto unido a una cierta inclinación por lo tramposo, por lo sórdido y, a veces, hasta por lo mugriento.

La verdad es que me importa un rábano si algún lector de este periódico se siente ofendido por lo que escribo: a mí me ha ofendido, durante demasiados años, ver a peruanos burlándose de las colas en el aeropuerto de Maiquetía, escondiendo maletas de mano para pasarlas de contrabando en Ezeiza, queriendo pasar una visa de Azángaro en París, burlando una luz roja en la ruta a Lisboa, bebiendo como vomitadores inminentes en cualquier avión.

Y ya era hora de que me desfogara y contara todo esto, para horror del patriotismo lumpen y del nacionalismo de la cerveza “Cristal”, que ahora es más sudafricana que Mandela, y el “No nos ganan” de don Augusto Ferrando, flor de peruano que hacía carrusel mañoso con sus premios.

Amo a mi país y respeto a quienes lo dignifican, entre ellos a cientos de miles que se fueron para encontrar trabajo honrado y digno. Pero cada día detesto más el muladar de hábitos que veo a mi alrededor. Y comprendo, por eso, la repulsión que, más allá de nuestras fronteras, provoca ese modo canalla de entender la convivencia. Y ese modo canalla de entender la convivencia –a mí que no me vengan– nada tiene que ver con el color de la piel. Conozco a indios que podrían haber cenado con ese zambo aristócrata y espléndido que se llamó Abraham Valdelomar. Conozco a cholos dignos de cualquier principado. He visto a peruanos de la mulatería asombrar en centros académicos del extranjero. Me hubiera fascinado entrevistar a José María Arguedas, darle la mano a César Atahualpa Rodríguez, conocer a Pedro Zulen. Qué leguas y escombreras separan a esa gente ilustre, sin embargo, del Perú actual. Para decirlo de otra manera: qué poco le debe el Perú de las teleseries de Canal 2 a lo que alguna vez pudo llamarse una cierta cultura peruana. ¿Cuándo se produjo ese divorcio suicida entre lo popular y lo culto? ¿Cuándo fue que los obreros de Vitarte, con Delfín Lévano a la cabeza, desaparecieron y en su lugar vinieron los matones de Construcción Civil, los maras de Matute, el Puma Carranza en vez de Lolo Fernández? ¿Y por qué el Cholo Sotil, que era una nueva síntesis llena de promesas, llegó a ser el resbaloso Chapulín el dulce? ¿Cuándo sucedió todo esto? Zavalita tiene que saberlo. Se lo preguntaré.

Publicado en Diario La Primera 05-11-07

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